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PORTOMARÍN



 
Abandonar por obligación el hogar en el que has vivido siempre y en el que lo hicieron generaciones de antepasados, donde descansan tus seres queridos, no es fácil de encajar. Te resistes, intentas luchar por evitar un incierto y dramático destino. Pero el futuro del viejo pueblo de Portomarín, hito en la provincia de Lugo en el camino de peregrinación a Compostela, estaba escrito. La vieja villa jacobea arrullada por el Miño iba a ser engullida por sus aguas debido a la construcción del embalse de Belesar. Casas, huertas, campos de labranza, viñas y siglos de historia, como en una pesadilla, quedarían sumergidos bajo el agua, debido a una presa que produciría energía hidroeléctrica.

      Esto sucedía en 1963. El 10 de septiembre de ese año moría el histórico Portomarín y renacía, en el monte de O Cristo, el que sería el nuevo Portomarín, cuyo diseño urbano se debe al arquitecto Pons Sorolla.

      La nueva villa, presidida por la iglesia románica de San Juan, que se trasladó piedra a piedra a su actual emplazamiento desde el pueblo inundado, acaba de cumplir cuarenta años. Los mismos años del embalse de Belesar, perteneciente a Unión Fenosa, una obra de ingeniería puntera en Europa en su día, con una cola de 54 kilómetros y que anegó más de 1.820 hectáreas de terrenos, repartidos entre los municipios de Chantada, Guntín, Paradela, Paramo, Portomarín, Saviñao y Taboada.

      El general Francisco Franco, jefe del Estado entonces, acompañado del presidente de Fenosa, Pedro Barrié de la Maza, y del gobernador civil de Lugo, Eduardo del Río Iglesias, junto con otras autoridades, presidió la inauguración del pantano y también de la nueva villa de Portomarín. Las crónicas aseguran que el Caudillo era todo un especialista en inaugurar embalses. En el caso de Portomarín, no hubo protestas, sólo silencio, rabia contenida y resignación. Ante el negocio de los voltios, a quién le importaba que una aldea perdida del interior de Lugo y unas cuantas familias fuesen desplazadas de sus hogares.

      Para los abuelos del lugar, este aniversario no es una fecha para celebrar. Cuando las aguas del embalse bajan de nivel en verano, y asoman a la superficie los restos del viejo poblado, a los lugareños que allí habitaron, cuando las miran, todavía se les pone un nudo en la garganta. Los recuerdos, en este caso tristes, todavía lastiman y la cicatriz que llevan en el alma se irá con ellos, sin curar.

      Pero la vida sigue y la muerte del viejo pueblo ya no tiene remedio. Al actual Portomarín, sólo cuarenta años de vida, no le queda más remedio que mirar adelante y encarar el futuro con ilusión. Vivir en el lamento y el recuerdo triste no sirve de nada. El Portomarín del monte de O Cristo tiene que cumplir, con orgullo, mil años, como lo hizo el viejo burgo.



 
 
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